Reflexiones sobre poesía (1): el “yo” que habla
La voz poética
Uno de los aspectos que suele venir a la mente de cualquier lector de poesía es que en ella escuchamos (¿sería lo ideal?) o leemos o recitamos (probablemente, aquí sí, lo ideal) una voz que nos habla en primera persona de sus emociones o sentimientos. En realidad, esto no siempre es así: no siempre se habla en primera persona en los poemas y el tema, muchas veces, no son las emociones, al menos, directamente: se habla de ellas sin hablar de ellas o no se habla de ellas en absoluto, aunque se transmitan (sobrevuela siempre la idea de lo inefable, oh, maravilla aparte). A pesar de ello, podemos decir que, sin ser esto la norma ni las excepciones limitarse a ser tales o a serlo de forma anecdótica que confirme la norma, sí que hay una tónica general y una expectativa pragmática del lector que se enfrenta al texto poético como género de encontrar algo similar a lo dicho.
A menudo, esta situación descrita lleva a interpretar la voz poética como una voz no mediada: la voz directa del poeta hablándonos y desvelando su más honda intimidad para regocijo de biógrafos y cotillas. A quienes nos dedicamos o nos hemos dedicado a la docencia de la literatura, nos resulta habitual encontrarnos comentarios de poemas que desvelan lo que “el autor/poeta nos dice” o cómo “el poeta siente o expresa que siente…” (a lo que, probablemente, se refiere Cabo Aseguinolaza con “el gesto regresivo” en su conocido artículo sobre el lenguaje poético). No creo, sin embargo, que esto sea así, y a ello voy a dedicar la primera parte de mis Reflexiones sobre poesía, que no pretenden sentar cátedra ni presentarme como experto en el tema, sino ofrecer un lugar para compartir una opinión y debatirla gustosamente con quien opine diferente, escudado en el carácter personal de un blog. Lo diré más claro: hablo aquí como lector y amante de la poesía, no como crítico literario.
Empecemos, pues, hablando sobre la enunciación lírica. Del mismo modo que en narrativa existe un narrador, que es quien ejerce la función enunciativa y que, además, es siempre creación del autor (una entidad textual diferente a la persona real que escribe); en poesía, el ‘yo’ que ejerce esa función enunciativa es también una creación, una entidad que solo existe en el texto, en quien el autor implícito (esa otra entidad que nos hace tener una idea de quién está escribiendo) delega su responsabilidad y su labor de enunciar, pero sin mayor relación con él. Con ello (sé que me pongo un poco técnico aquí), pretendo contradecir la teoría de la exotopía, aquella por la que el ‘yo’ enunciador es completamente diferente del autor, pero sin dejar de ser él mismo, como una suerte de desdoblamiento del yo, una esquizofrenia literaria al estilo Jekill-Hyde: teoría también conocida como del yo-yo. En mi opinión, el autor está firmemente distanciado del ‘yo’ enunciador. Es una creación enunciativa, textual, que tiene la particularidad de estar configurada de forma primopersonal con una débil circunstanciación (apenas sabemos de él más allá de que es ‘yo’).
En cuanto a la primera peculiaridad de las arriba mencionadas, es posible que no lo sea tanto, si tenemos en cuenta que lo mismo ocurre con géneros (subgéneros narrativos) como la confesión o la autobiografía y que, incluso, puede darse en el ensayo. Además, como dije al principio, esta peculiaridad no se cumple siempre, más allá de la excepción, como ocurre incluso en algunos géneros como el romance (aunque en este caso, su procedencia de los antiguos cantares de gesta, con la división del poema en sus hemistiquios previos, podría justificar ese carácter narrativo). En lo referente a la segunda particularidad, la débil circunstanciación del sujeto enunciativo o sujeto lírico, esta estaría justificada por su carencia de interés (recogiendo aquí la opinión de quienes defienden la autonomía de la palabra poética: qué más da quién hable; lo importante es lo que habla) o, quizás más bien, por el carácter universal que se pretende para el contenido poemático (sobre lo que reflexionaré en “Reflexiones sobre poesía (2): la materia poética o qué es poesía”).
El contenido de la poesía
En mi opinión, por tanto, y me adelanto a la segunda parte de mis Reflexiones, el contenido es y debe ser una emoción. Pero esta emoción es creación del autor y, como tal, guarda una distancia con su creador aunque, inevitablemente a pesar de cualquier índice de rebeldía, tenga una pequeña relación con él. Esta relación, no obstante, puede ser un matiz pequeño, casi insignificante, como lo es el hecho de que el poeta no puede crear amor (o le sería casi imposible), si no lo conoce, si nunca lo ha experimentado, en mayor o menor medida (y en carnes propias o, tal vez, ajenas, podríamos añadir). Por tanto, la creación poética (rebelde o no) se revela como recreación.
Así, el verdadero objeto de la lírica no es ni el sujeto ni su expresividad en cuanto lenguaje (¿accesorios?), sino la emoción. Su finalidad (que es la característica de toda creación humana libre, el tener su razón de ser en la finalidad y no en su causa) es crear una emoción y transmitirla. Ello, obviamente, no consiste en una mera descripción de ese sentir (que podemos encontrar en cualquier obra narrativa, por ejemplo), sino lo contrario, transmitirla como emoción, hacer al lector sentirla, que es la única forma real de transmitir emociones (y de ahí la necesidad ‒aquí en el sentido filosófico de inevitable‒ de la indisoluble relación de contenido y forma, como también veremos más adelante). Por tanto, la lírica busca provocar la emoción desde la racionalidad (aunque no solo, y a veces, incluso, a partir de la descomposición o anulación de esta), incluso en la poesía aparentemente más irracional.
Esto explicaría, en cierto modo, la condición primopersonal de la enunciación lírica (retomamos así el hilo principal de esta primera reflexión) y su débil circunstanciación: una emoción no se dice, no se cuenta, no se describe: se siente y se hace sentir. Sería inútil (o tendría una utilidad totalmente diferente) crear una figura como la del narrador, con unas circunstancias de existencia precisas. Aquí, en la lírica, el ‘mediador’ entre autor y obra es una figura muy semejante al narrador, el sujeto lírico, que puede o no hablar en primera persona, aunque con alta frecuencia lo haga, para situar, circunstanciar, la emoción que se transmite, el objeto poético, en una persona, del mismo modo que en la narrativa se circunstancian los hechos narrados en un lugar y tiempo concretos.
La universalidad
Hay, creo, una razón más, y no menos importante, para esa condición primopersonal y etérea del sujeto poético: la universalidad, la fácil recepción y experimentación de esa emoción por ese otro ‘yo’ que es el lector, que empatiza y se identifica plenamente con el sujeto lírico, sin necesidad de que sus circunstancias coincidan con las biográficas del autor para poder sentir; que hace suyas las palabras en primera persona haciéndose un yo que habla y siente, que pronuncia (real o virtualmente) las palabras como nuevo autor y se emociona con absoluta novedad e individualidad; que crea ‒más que recrea‒ esa emoción que nace en el poema. Esa emoción no puede anclarse a un tiempo porque ha de nacer en el presente del lector; no puede anclarse a un lugar porque ha de nacer en el sitio del lector: no puede circunstanciarse, porque lo hará en la lectura, que es la presentación, presentización, de esa emoción. La poesía es, así, etérea porque es eterna, ubicua, universal. La emoción se hace presente (como en el teatro se hace presente ‒representa‒ la acción), no se cuenta, no se oye; pero tampoco se asiste (como ocurre, de nuevo y esta vez sin embargo, en el teatro) a ella, sino que se siente. No somos el público de una recreación, porque no es representación, sino presentización. No se trata de evocar o recordar una emoción (salvo que por recordar entendamos el sentido etimológico de volver a pasar por el corazón, de reactivar una emoción: pero ya no sería la misma, sino otra nueva acerca de la recordada), sino de sentirlo de forma primigenia, original: por eso somos el origo, el punto de origen de las coordenadas espacio-temporales, el centro deíctico: el ‘yo’.
A mis alumnos ‒en la mayoría de mi historia personal adolescentes‒ solía explicarles esto con una metáfora, quizá algo pobre: el poeta crea una emoción y la encierra en una caja (el poema) para que ataque, para que invada o asalte, con una suerte de resorte de payaso y como una especie de caja de Pandora, a aquel que la abre, quien se transmuta en ese instante, poseído, en el nuevo ser sintiente, en el ¿dueño? de esa ¿nueva? emoción. La poesía es, pues, un regalo, un don.
Epílogo a esta parte
¿Es, entonces, el género lírico también mimético, en el sentido aristotélico? Puede, aunque no se trata de una mimesis de hechos o personajes, sino de emociones.
Termino esta primera reflexión con algunas ideas para refutar (o intentarlo) a quienes defienden la identificación de autor y sujeto lírico:
Al igual que en la narración, el poeta puede haber creado para la enunciación un “personaje”, aunque esté poco definido.
Aunque, a menudo y por la dificultad de crear de cero una emoción, como decía antes, el autor puede haber sentido (y probablemente lo haya hecho) aquello que transmite, no tiene por qué haberlo hecho del modo en que se transmite; también el autor de una autobiografía ha experimentado los sucesos narrados y muchos novelistas basan sus historias en hechos reales, después modificados, literaturizados.
Si en narrativa el narrador puede ser un ‘yo’ que presenta el objeto de la narración: un hecho o suceso, en poesía el hablante o sujeto suele ser un yo que plantea o presenta (pero en el sentido más etimológico de hacer presente) el objeto poético: una emoción.
La mimesis es siempre imitación, creación, ficción en cierto sentido.