Muerte ¿digna?

El nombre de la nueva ley aprobada en el congreso viene a sustituir eufemísticamente lo que ya previamente era un eufemismo y ha acabado convertido en tabú: la eutanasia. También ofrece las pautas para el debate. La muerte es la muerte. Poco hay que discutir. Lo de la “dignidad” es ya otra cosa.

Me permito una pequeña digresión (aparente). Mi mujer está embarazada de nuestro tercer hijo, por lo que ya vamos teniendo algo de experiencia (puede que tampoco mucha, aunque empezaremos a ser “familia numerosa”) en el parto y sus preparativos. Los dos sabemos (y nuestra cultura se ha encargado ya de convertirlo en conocimiento compartido, con innumerables ejemplos en la literatura o el cine) que en ese momento es fácil que, llevada por el dolor, diga o sienta cosas que en otras condiciones no diría o sentiría. No es que esté loca (ni siquiera de manera transitoria), ni su condición en ese momento es infrahumana. Tampoco creo que nadie osase decir que carece (o se ha mermado) su dignidad. Pocos momentos de mayor dignidad habrá que un acto de amor de tal calibre, al sacrificarse y exponerse al dolor por otra persona, su hijo. Todo ello a pesar de la escatología del momento, que no pretendo disfrazar con un halo de romanticismo. Pero, más allá del acto en sí, su dignidad como persona es una realidad innata y no condicionada. Sin embargo, entendemos que no se encuentra en las mejores circunstancias para reflexionar o tomar determinadas decisiones de calado, que el dolor tan intenso que puede sentir en ese momento puede condicionar sus decisiones y actos, que variarán de cómo serían en otra situación. Es posible, por ejemplo, que esta sea la razón de que para poder recibir la epidural (uno de los grandes inventos de nuestro tiempo) se le exija en determinados servicios de salud que entregue firmado con antelación un consentimiento informado. Todo ello sin que se reduzca un ápice (sería inhumano) su autonomía o su libertad.

Si damos un giro rotundo a la situación, pasando ahora al otro extremo de la vida, del nacimiento a la muerte, una pregunta surge inevitable: alguien sometido a un dolor tan insoportable como para desear la muerte ¿sí está en condiciones, con plenas facultades, para decidir sobre ello? ¿Acaso su dolor es menor que el de la mujer que sufre dolores de parto? Y, si el dolor no le permitiese elegir, con plenas garantías de ser una decisión libre y voluntaria, ¿nos llevaría a la aberración de que otro ser humano pudiese decidir sobre su vida, en una sociedad que, por ejemplo, rechaza la pena de muerte? Pero esta no es la única cuestión que, a mi juicio, atañe a la coherencia del sistema legal que acepta la eutanasia, ni, por supuesto, la más importante.

Quienes defienden la eutanasia (que no son entes diabólicos decididos a perpetuar un genocidio, por equivocados que puedan estar, y esto hay que tenerlo claro si pretendemos argumentar de forma racional) sugieren que la posibilidad de acabar con tu vida es humanitaria cuando el dolor que sufres es insoportable, cuando sientes que es más digno morir, que continuar viviendo de tal modo. Uno, que es filólogo y tiene ese defecto profesional, se pregunta entonces por el significado de “insoportable”. ¿Cómo decidir qué dolor es soportable y cuál no? ¿Qué implica “soportar”? Puede ser aguantar sin desmayarse, o poder ser feliz mientras lo sufres, o poder llevar una vida “normal” (otro concepto más que conflictivo). Pero, incluso si nos pudiéramos poner de acuerdo en el significado de “soportar”, hay que preguntarse si todos somos capaces de soportar el mismo dolor. Si no es así, como parece mostrar la experiencia, el criterio para aplicar la ley sería completamente subjetivo (solo los pacientes que sufren tales dolores podrían determinar, para su caso absolutamente individual, qué pueden soportar). Y la subjetividad, la percepción (y la concepción) sobre la propia condición, o, al menos, sobre la situación personal, se puede reconducir, para mejorarla. Es el fundamento de la psicología. ¿No tendría más sentido, entonces, enfocar nuestros esfuerzos en evitar que alguien tenga esa percepción? ¿Cómo permitimos que se llegue a ese momento en que la vida se vuelve insoportable? ¿Cómo es posible que se vaya a aprobar una ley como esta en un país en el que apenas se ha invertido en cuidados paliativos (que les pregunten a los expertos en el campo)? Cuidados paliativos que no consisten (no siempre, al menos) en la mera reducción del dolor mediante la aplicación de analgésicos, sino en hacer sentir al paciente que sigue siendo una persona, con plena dignidad; en acompañar al paciente física y psicológicamente y facilitarle aquellos aspectos de su vida para los que su enfermedad supone un impedimento serio. Nada más y nada menos que mantener la coherencia con otra ley aprobada, pero escasa y pobremente aplicada, de nuevo por falta de recursos y exceso de burocracia: la Ley de Dependencia. Precisamente, un argumento y sentimiento habitual, que se aduce frente a emplear un gran esfuerzo en mejorar la vida del enfermo, es que este no desea ser una carga para la familia y la sociedad. Pero es responsabilidad de la sociedad que no lo sea para la familia y es un deber, no una carga, para ella (la sociedad) hacerlo. No un deber para con el individuo por sus méritos, los tenga o no. Sino un deber para con su humanidad, hacia su dignidad humana, cuya protección es un deseo asumido por ambas partes debatientes y el motor último del debate.

Porque hablamos de dignidad. Y por eso es relevante, y mucho, preguntarnos qué transmitimos a la sociedad con una ley como esta. Toda ley tiene su pedagogía (el derecho debe ser ejemplar y conlleva una visión de la vida) y, si morir dignamente es morir sin dolor o con las facultades físicas o mentales intactas, ¿qué se deriva de ello para quienes viven con dolor (y quieren hacerlo) o viven con algún tipo de disminución de sus capacidades físicas o psicológicas? ¿Su vida es indigna o menos digna? ¿Es menos digno el que sufre por no poder acabar con su dolor? ¿La dignidad es intrínseca al ser humano o depende de factores externos? Además, con esta ley, transmitimos a todos esos seres humanos la idea de que son prescindibles, que entenderíamos que no quisieran seguir con su vida porque es indigna, porque sus circunstancias lo son. Por no hablar de que al resto de la sociedad le transmitimos la idea (a una sociedad ya bastante inmersa en el hedonismo) de que el sufrimiento y el dolor son indignos y de que, por tanto, no merece la pena el esfuerzo o la lucha.

Por otra parte, también podría desprenderse de esta ley que el dolor físico es más insoportable que el dolor psicológico (a pesar de que el segundo suele ser más difícil de tratar y de superar). Si no, no se explica que actuemos para evitar a toda costa que alguien intente suicidarse, internando incluso al suicida en potencia en un centro psiquiátrico y procurando todo tipo de terapias para que cambie de opinión. ¿O vamos también a ofrecer la posibilidad de suicidarse a todo aquel que sienta que su vida, sea por el motivo que sea, no merece la pena? Y si es así y el dolor psicológico también se tiene en cuenta, ¿cómo medirlo? ¿Qué punto lo hace insoportable? O quizás hablemos solo de cuando el dolor no tenga cura posible; pero, entonces, ¿existe algún dolor psicológico incurable? ¿Es irremediable el sentimiento de hastío de esta vida? O si, sencillamente, se trata de que hay un momento para dejar la vida, un momento en el que toca morir, ¿dónde está entonces la libertad del hombre?

Un ilustre y respetado defensor de esta ley esgrimía el argumento de la madurez de los ciudadanos que se someten a las leyes, de la necesidad de abandonar el paternalismo del estado y de garantizar la autonomía de los ciudadanos en una cuestión tan personal como el momento de la muerte. No le discuto las premisas ni niego que la disposición con que cada uno se enfrenta a ese momento final es absolutamente personal y probablemente pueda incluso definirnos. Sin embargo, si partimos del acuerdo sobre la dignidad de la vida y lo que se postula es la indignidad de determinadas circunstancias, lo que habrá que hacer es paliar esas circunstancias que, como tales, no están por encima de un bien mayor, como la vida humana y que, en última instancia, serían o no indignas (en ese razonamiento) en función de la percepción del sujeto sometido a ellas, que se podría cambiar y que es una percepción culturalmente adquirida, en parte por las decisiones del estado.

Como se ve, hay demasiadas dudas, demasiadas incoherencias de fondo en una ley que, además, se ha aprobado sin que el grueso de la sociedad, demasiado preocupada por la pandemia y distraída por los tejemanejes y enfrentamientos de la peor cara de la política, haya tenido una reflexión profunda sobre ello. No se trata de imponer nuestras creencias y valores, como afirma algún reputado columnista. Justicia, igualdad, coherencia o libertad son valores de la sociedad democrática. La dignidad humana es su base fundamental.

Poco se puede hacer ya para evitar lo que es un hecho. Solo espero que aquellos que han luchado por esta ley como derecho y quienes acaben aplicándola tengan, al menos, rondándoles estas cuestiones.

Comentarios 2

  • Muy bien expresado. Ánimo Alberto y sigue defendiendo los derechos humanos, cómo es el derecho a la vida.

  • Muy buen artículo Alberto ,se necesitan muchas opiniones Provida,hoy en día la vida humana está lapidandose cuando aparece una enfermedad o no es perfecta y placentera,nadie tala un árbol enfermo,se fumiga y se palia su deterioro.
    Gracias Alberto por dar luz
    Un abrazo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *