Mi poética

Hace ya bastantes años, cuando me encontraba acabando mi licenciatura en Filología Hispánica e intentaba concluir, al tiempo, mi novela Entre París y La Habana (allá por 2009), en una asignatura sobre el ensayo como género, se nos pidió como tarea elaborar uno, de tema libre. Mi propuesta fue esta suerte de poética, esta reflexión sobre el arte de escribir y el futuro de la literatura. Leído hoy, le restaría algo de soberbia e ingenuidad en alguna afirmación, pero creo coincidir en lo importante con lo que allí expresé en su momento. Lo reproduzco aquí (previa adaptación a la nueva normativa ortográfica, pero sin ningún cambio más). También ofrezco la posibilidad de descargarlo en PDF para facilitar su lectura, al ser un texto relativamente extenso.

Hacia el libro con esperanza

o Lo visual como método.

No es cierto que una imagen valga más que mil palabras. De hecho, se acerca más a la realidad la versión de quienes se oponen a esta idea demostrándola en su planteamiento al invertir los términos: una palabra vale más que mil imágenes. Sin embargo, si logramos sumar la imagen y la palabra obtendremos un valor incalculable. Pequeña prolepsis: postulo, no sé si con originalidad, que es este el futuro de la literatura. Porque la palabra no es el único medio de comunicación. Es más, no es siquiera el único medio de comunicación literaria, aunque sin duda es el más importante. Existen infinidad de códigos (en un sentido amplio) y todos ellos comunican de una u otra forma. La literatura no se mantiene ajena a ellos, sino que los emplea continuamente. Sin embargo, he creído ver en este ensayo el aumento de ese uso como una de las marcas de las nuevas corrientes literarias de nuestro incipiente siglo, de aquellas que apuntan al futuro. No queremos fijar por ello como una premisa que la literatura sea mera comunicación, obviamente. Es algo más; al menos es más que pura transmisión de información, pero no caeré en la trampa de intentar definirla ni me enredaré más en esto, pues muchos han sido los estudios acerca de la comunicación literaria, especialmente en el siglo pasado y mi granito de arena podría resultar osado por intentar serlo. Ahora bien, y tampoco es nada nuevo aunque siga resultando paradójico, la literatura, o mejor, ampliemos para no equivocarnos, el arte, ha de hablar de la naturaleza humana, especialmente de su componente inefable, esto es, lo que no se puede decir con palabras. Ahí entra la imagen.

Cuando con las palabras se crean imágenes, resolviendo así la ecuación que planteábamos arriba, se comunica, pues, doblemente. Si además estas imágenes son metafóricas, por tanto con un sentido literal y otro imaginado, la significación crece exponencialmente. La incorporación del cine al mundo de las musas supuso una revolución en sus mismos cimientos, pues, como defendió Walter Benjamin, no se limitó a incorporarse, sino que dio el pucherazo, si se me permite la expresión: se reveló con rebeldía y dio un golpe de estado, situándose, en opinión de Gillo Dorfles, como máximo exponente en cuanto a su poder de absorción de las demás artes. Si estamos acostumbrados a ver el hibridismo intergenérico en las obras literarias, ahora el engendro sería fruto de todas las artes, al más puro estilo barroco. Así, lejos de eclipsar el fenómeno literario, la aparición del séptimo arte insufló vida a generaciones de escritores como la del ’98 o la del ’27 y siguientes, sin olvidar, por supuesto, a las vanguardias. El texto fílmico, con su lenguaje de múltiples códigos enseñó a las artes a ser cultura, a ampliar sus fronteras. En cierto modo, no muy alejado de lo que estoy presentando, planteaba Even-Zohar su teoría de los polisistemas. Si queremos abarcar lo inabarcable, por encima de convenciones automatizadas que ya solo limitan, hemos de aunar fuerzas, recursos, armas, artes.

Pero si el cine convulsionó el mundo artístico, fue solo un niño jugando a ser mayor en comparación a lo que haría después Internet (haría y hará, pues este Proteo aún no ha adoptado su última forma). La red es el entramado último, la absoluta interconexión, la virtualidad máxima. No recuerdo qué escritor contemporáneo, en qué provocador manifiesto, aseguraba que la novela del futuro tenía que hablar necesariamente de Internet. Bien entendido, no andaba tan desencaminado. La novela moderna debe ser una red, una interconexión, aunque no necesariamente explícita. No en vano, muchas de las líneas o corrientes actuales apuntan de alguna manera en esta dirección. Así el asidero frecuente de lo metaliterario, la intertextualidad elevada a su grado máximo, la autoficción, no son en el fondo sino vías de escape, puntos de fuga que abren lo literario más allá de sí mismo, incluyendo en ello el propio mundo como contexto del acto comunicativo que lo engloba. Es de nuevo Internet, el cibertexto, el hipertexto (en sentido distinto al de Genette), el “supratexto” que lo incluye todo. En el fondo es muy borgiano –qué podemos hacer, sino quitarnos nuevamente el sombrero, quien aún lo lleve, ante el gran maestro– y supone no solo una suerte de inclusión, sino más bien de máxima interrelación, como una especie de madeja u ovillo donde al tirar del hilo puedes finalmente llegar al todo. No pretendo con ello abanderar el caos, ni la anarquía literaria (aunque al arte poco convienen las leyes). Mi propuesta es muy sencilla, campechana incluso: quitarnos las orejeras, abrir los ojos, ser amplios de miras, no encorsetarnos.

El escritor del futuro debe usar todos los códigos a su alcance para transmitir lo inefable, para no constreñir sus recursos. Pero debe tener en cuenta un gran peligro: no podemos olvidar que se escribe para que se lea, lo que implica que debe haber un lector a quien hacer llegar la obra y en quien pensar a la hora de escribirla. Nuestro lector no tiene tiempo, ni ganas, probablemente, de desenmarañar el ovillo gigante al que aludíamos y es posible que incluso no esté preparado, como tampoco lo estará el autor. No podemos prestar atención a la información que de continuo nos envía absolutamente todo lo que nos rodea, pues moriríamos infelices, como Funes el atencioso. Además, tampoco podemos recaer en el error de quienes atribuían todo el mérito a la interpretación del lector, pues la obra literaria, siendo opera aperta, no debe por ello dejar de tener un soporte textual, inmanente, que permita su consideración como tal. ¿Qué hacer pues? Acudir a lo más asequible, penetrar en el universo de la mente humana, pero dando un paso más a lo que ya entrevieron los genios de principios del XX, padres del stream of conciousness, es decir, acudiendo a las percepciones (del percepto al concepto, con Antonio Machado). Nuestra mente funciona a partir del procesamiento de percepciones, adecuadamente aderezado con algún que otro ingrediente más. La linealidad de la novela antigua, efectivamente, es agua pasada y hoy hay que dar paso al fragmentarismo posmoderno y al percepcionalismo. Hemos de acercarnos al mundo del blog, con sus ¿absurdas? relaciones y ofrecer al lector lo que más le dice. Y para ello la palabra es la herramienta más poderosa. Puede ofrecerlo todo, pero muy especialmente lo visual y auditivo. Los silencios también comunican en sus múltiples formas: cuando el narrador oculta información o cede la palabra a los personajes, simulando objetividad, o cuando da cuenta de un silencio o dibuja una imagen sin glosarla, mostrando meramente, describiendo, como una mirada… y con especial importancia en la autobiografía, como ha estudiado Pozuelo Yvancos en su libro sobre el género. Y, entre todas las percepciones, la reina, el espejo del alma, el vehículo de los románticos espíritus, quien nos dota de perspectiva, es sin duda la vista. Por ello debemos potenciar la unión (¿incestuosa?) de imagen y palabra. Démosle la vuelta a lo que dijera un tal Simónides: si la pintura es poesía muda, la palabra puede ser imagen desbordante. Y más en nuestra cultura de la imagen, potenciada, por qué no recordarlo, por el cine y su hermana, hermanastra más bien, la televisión.

Ya siguen esta estrella algunos que vislumbran el camino, aunque probablemente queden al final como precedentes, precursores de lo que vendrá. Un ejemplo es un autor actual cuya principal baza es precisamente esta unión fragmentada (pido perdón por el oxímoron) de lo visual, con el referente claro del mundo del cine, y el mundo de la cultura en un sentido muy amplio, viendo el arte que hay en una fórmula matemática, por ejemplo. A esto añade, además, las alusiones a esa gran red indagando, superficialmente, en algunas de las posibilidades que ofrece. Hablo de Fernández Mallo y su libro Nocilla Dream. No es que haya encontrado el gran camino, en mi opinión, la gran autopista, pero sin duda se trata de una carretera de servicio colindante. Así lo constata Pozuelo Yvancos (a quien, como puede verse, he de reconocer la paternidad, directa o indirecta, de muchas de las ideas aquí esbozadas) en la reseña que hizo a esta obra en el suplemento cultural de un importante periódico nacional. Pero tampoco esta unión de imágenes fragmentadas es nada nuevo. Ya asomaba en Martí, ilustre antecedente, y en Lezama, su discípulo, y posiblemente en muchos otros. Ha de escribirse con imágenes, no invadiéndolo todo, pero con manifiesta presencia. Ha de buscarse la plasticidad del lenguaje.

Esto, naturalmente, aumenta el número de indeterminaciones (aunque siempre en virtud de la precisión del pincel del artista) y por tanto confirma el inevitable y ya archidemostrado papel del lector. Una mayor competencia del lector permitirá un mayor placer estético (el del conocimiento), como ejemplificó Reyes al final de su ensayo Aristarco, del que más adelante hablaremos una mayor comprensión, por tanto, pero también mayores posibilidades para el escritor. Intentaré explicar brevemente lo que es muy complejo. Cuando el lector lee, convierte (y pido perdón por esta afirmación, que seguro que escandaliza a alguien) esas palabras en imágenes. Cada personaje, cada paisaje, cada historia es “visualizada” mentalmente por el lector, es imaginada, de modo que podríamos decir que conocemos en imágenes. Soy consciente de lo osado de mi afirmación, al afirmar algo tan rotundo sin un conocimiento específico del área suficiente (no soy experto en psicología), pero me permitiré “opinar”, “dar mi impresión”. La prueba de ello se nos ofrece en bandeja gracias nuevamente al cine. Las adaptaciones fílmicas de novelas son en el fondo las lecturas de ellas hechas por el director de la película. Cuántas veces nos habremos sentido en mayor o menor medida defraudados por una película al ver la distancia que hay entre ella (dejando a un lado la recodificación que supone el paso a lenguaje fílmico) y nuestra lectura, las imágenes que nos hemos forjado de esos personajes, de esas historias… Pues bien, si el lector convierte en imágenes, la intertextualidad, las alusiones, etc., traerán, mediante el recuerdo, nuevas imágenes (absolutamente originales, por otro lado, por cuanto exclusivas de cada individuo, subjetivas). A esas imágenes, re-imaginadas, pueden añadirse otras que forman parte de nuestra cultura visual, nuestra cultura de la imagen, con apenas muy poco. Con una suerte de reminiscencia platónica, de mayéutica socrática, pueden extraerse y utilizarse estas imágenes ya albergadas en el cerebro. Finalmente, a este maravilloso calidoscopio se suman las nuevas imágenes, las de acuñación propia de la obra en cuestión.

En realidad se trata de un trabajo muy complicado ‒no diré imposible porque me gustaría seguir caminando con esperanza, como Stevenson‒; pero sin duda arduo. Bajo esa apariencia sencilla, hay todo un complejísimo proceso. Creo que también se trata de lo que ya muchos escritores previeron en su momento y hacia lo que caminaban. Se trata de reproducir el pensamiento (recuerdo que en mi opinión pensamos en imágenes fragmentadas y aparentemente inconexas), de una forma cada vez menos convencional y más real, ampliando las posibilidades. Más arriba ya hablaba del stream of conciousness y uno de los obstáculos principales que encuentra esta imitación del fluir de la conciencia es que esta no es probablemente tan fluida, sino más bien caótica, plenamente fragmentaria y con imágenes, por lo que esta técnica no deja de ser una convención. Sirva nuestra propia lengua como botón de muestra: si volvemos al ejemplo que cité más arriba, ante una película adaptada de un libro, que no nos ha gustado, le reprochamos que no lo “imaginábamos” así. No en vano, nuestra fantasía, la creación, finalmente, depende de la “imaginación”.

Pero retomemos el hilo de nuestra reflexión. Decía que era francamente difícil lograr lo que aquí proponíamos. No se trata de la mera mostración, de la descripción al uso (nada habríamos progresado en ese caso). Por supuesto, como ya habrá intuido el lector, tampoco se trata de traer imágenes como puro ornamento. Se trata de “contar” con imágenes. Como siguiendo alguna ley de la escuela de la Gestalt, las palabras han de formar imágenes. Deben entrar por los ojos como letras y llegar al cerebro como imágenes. Para ello, es necesario el ingenio. Una descripción al uso crea una imagen indirectamente. Entran las palabras y de las palabras nacen las imágenes. Son imágenes de construcción muy larga y difusa. La nueva imagen ha de ser precisa. Ha de llegar al cerebro directamente como tal: ahí entra la pericia del autor.

Adelantábamos más arriba que hablaríamos de Aristarco, de Reyes. En esta Anatomía de la crítica Reyes establece una interesante escala crítica, una escala de la lectura. En ella habla de la “impresión” como primer paso y al alcance de todos. Es también para lo que debe construirse un texto en opinión de Reyes, no para ser analizado. Para ella está destinada también la nueva imagen. También Dámaso Alonso hablaba de un primer estadio de la lectura en el que el libro te atrapa.

No quiere esto decir que mi propuesta sea un nuevo impresionismo, aunque sin duda beba mucho de ello, sino lo que he llamado percepcionalismo, unido al fragmentarismo posmoderno y, sobre todo, la comunicación mediante imágenes. Con una pequeña mixtura de ideas podríamos afirmar que la obra del futuro ha de ser muy ensayística. De hecho, mi propuesta es en cierto modo la de Lezama Lima renovada. Es ser rizomático, pensar en metáforas, en imágenes, escribir como Martí pero sin ser modernista, ni barroco y con ojos nuevos, adaptados a un mundo que es nuevo cada día. Puede que mi aportación, en definitiva, no sea tal, o que incluso sea un paso atrás que en modo alguno conduzca “al libro”, pero voy a excusarme en el género que he empleado, el ensayo, que es una tentativa, necesaria, aunque sea un paso atrás, para lograr caminar. En palabras de Chesterton, el ensayo es un arte impresionista (una lectura del mundo o de una de sus facetas, añado yo). También me escudo en el ensayo citado de Reyes: mi reflexión se basa en las intuiciones, en la impresión de mis lecturas. En ambos casos se justifica ligeramente que no haya aportado una bibliografía contundente que refuerce mi teoría y que mi opinión pueda resultar disparatada o ingenua, pues opinión es, al fin y al cabo y «no estoy obligado a ser perfecto». Sin embargo, creo que no debo andar tan desencaminado y quizá la historia de la literatura me dé la razón en el futuro. Ojalá alguna de mis frases inspire los pasos de alguien, o al menos les dé firmeza.

Alberto de Lucas Vicente

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