Reflexiones sobre poesía (3): la forma de la poesía

Juntos, pero no revueltos

Los niños pero también los lectores inexpertos, de escasa formación o más ingenuos suelen asociar erróneamente de forma necesaria y biunívoca verso y poesía o rima y poesía. Obviamente, ni toda la poesía se escribe en verso, ni toda la poesía rima (ni hay una única forma de rimar), ni ocurre lo mismo al contrario: no todo lo que está en verso, rima o tiene ritmo es poesía. Aunque esto es aparentemente sencillo, lleva a no pocas confusiones.

Dicho esto, sí que hay una tendencia incuestionable de la poesía a expresarse en verso y sí que hay un porcentaje muy alto de poemas que emplean la rima (consonante, asonante, interna) como elemento formal rítmico. Esta relación de asociación frecuente –pero, insisto, no obligatoria– está justificada más allá de la tradición o de la configuración textual como género. Responde, en mi opinión, a la indisoluble relación de contenido y forma que se da en todo texto poético.

Por otra parte, tampoco escapa a la intuición general que el texto poético suele ser el más aventajado en el uso de los recursos estilísticos o retóricos, o que, a menudo, es el género que entraña una mayor dificultad de lectura, asociándose a menudo con el lenguaje críptico.

 

La función poética

Desde hace ya muchos años, forma parte del currículo de la asignatura de Lengua y Literatura el estudio del esquema de las funciones del lenguaje propuesto por Jakobson y ligeramente modificado por Bühler. Normalmente, en dicho esquema, se suele asociar cada una de estas funciones a un elemento de la comunicación: función apelativa > receptor, función fática > canal, función metalingüística > código (a pesar de que, como decía Coseriu, esta función no es más que una forma específica de la función representativa o referencial)… Para la función poética, a menudo, se establecía el mensaje como elemento destacado. Sin embargo, para ser más correctos, deberíamos concretar que se trata de la forma del mensaje. El carácter invariable de la forma del mensaje, por su unión necesaria con el contenido, es lo que determinaría esta función lingüística. Si nos paramos en el texto lírico, la forma tiene aún mayor importancia.

 

La musicalidad

Como veíamos en la primera y la segunda parte de estas Reflexiones, el contenido del texto poético es la emoción y de ahí se derivaría, como vimos, la particular forma de enunciación (con el sujeto lírico primopersonal y poco circunstanciado). También vimos que esas emociones frecuentemente entran en lo que podríamos llamar ‘lo inefable’, aquello que no podemos decir con palabras. Y, sin embargo, esa es la materia de la poesía y las palabras son su instrumento de trabajo. Pero la poesía cuenta con otros elementos, subsidiarios, que ayudan a las palabras (a través de su cuidada selección y organización) a lograr su cometido. Me refiero al ritmo, que se consigue, entre otros, por la métrica de los versos y la rima.

La respuesta, así, a por qué se recurre a estos elementos rítmicos habría que buscarla en la función principal: la transmisión de una emoción. Pero si afirmábamos, por un lado, que la transmisión no puede ser meramente tal, sino que ha de ser una presentización en el receptor, que se convierte en el sujeto que siente esa emoción; y añadíamos, por otro lado, que por emoción entendíamos todo aquello que, más allá del razonamiento lógico, afecta a nuestra alma, nuestra psique; no podemos soslayar ambas cuestiones a la hora de explicar la función de la musicalidad en los poemas.

Efectivamente, la música, frente a otras formas de arte, tiene el poder de emocionarnos, de estimular incluso determinadas zonas de nuestro cerebro, sin necesidad de una comprensión y un conocimiento lógico de aquello que escuchamos (lo que no es obstáculo para que ese gozo o placer se multiplique cuando comprendemos y conocemos lo que esa música entraña). La música puede amansar a las fieras, tranquilizar a un niño que llora, actuar en un segundo plano de nuestra atención cuando realizamos otras tareas. Cuántas escenas del cine perderían todo su sentido si anulamos la banda sonora (o la cambiamos). Cuántos momentos de terror resultarían risibles, cuántas escenas románticas caerían en el patetismo, cuántas lágrimas se habrán escapado inconscientemente motivadas por una melodía bien escogida. Cuántos recuerdos habrán venido a nuestra mente al escuchar una canción y cuántos cambios de ánimo no habrán tenido el mismo detonante. La música es un vehículo directo a la emoción. Si la emoción es la materia poética, la musicalidad será una herramienta de gran utilidad. Para eso, para lograr el ritmo, el verso y la rima son recursos muy eficaces, aunque no sean imprescindibles.

 

El lenguaje especial de la poesía

Para concluir esta tercera parte, y con ello estas Reflexiones, voy a detenerme en otra de las características que, de manera intuitiva, todos reconocemos en el lenguaje poético: un uso distinto del lenguaje, una tendencia a lo críptico, la necesidad de una actitud más activa de lectura para enfrentarse a los textos de género lírico, la dificultad de entender lo que se dice.

Esta dificultad tiene una explicación sencilla y lógica si continuamos con el hilo de toda esta entrada (o conjunto de entradas) del blog. Ante una materia de difícil comprensión y ante la insuficiencia de las palabras, o su desgaste, para poder expresar esa materia, con el efecto de hacer esa materia una realidad (no basta transmitirla, hay que conseguir contagiarla), el poeta debe hacer un uso también muy particular del lenguaje.

Se trata, por una parte, de lo que los lingüistas de la escuela formalista rusa llamaban desautomatización: el lenguaje, que se ha vuelto automático, cotidiano, que no requiere nuestra atención como no la requiere andar (qué complicado sería reflexionar sobre cada palabra individual antes de expresarla), que, como el que aprende a conducir o a montar en bici, ha dejado de requerir la atención activa de nuestro cerebro por la práctica, requiere aquí que se le vuelva a prestar atención para así retomar o reconquistar un nuevo significado o uno que se había perdido o desgastado. En este sentido hablábamos de la función poética del lenguaje como reflexión hacia la forma del propio mensaje, que reclama su atención para poder ganar significación y, con ello, para despertar esa emoción dormida, para ver con ojos nuevos (que reclamaba en su poema programático Huidobro) la realidad, para extrañarnos ante ella (como extranjeros en nuestra propia realidad, extranjeros en el mundo) y ante nosotros mismos y así lograr ese mejor conocimiento, como espejo, de nuestra alma.

Así, por otra parte, no se trata solo de desautomatizar el lenguaje, sino de poder renovarlo para poder expresar más de lo que cotidianamente expresa, para poder llegar a lo inefable, para estirar la capacidad de por sí infinita, pero que paradójicamente crece de las palabras de expresar.

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